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sábado, 4 de junio de 2011

Encuentros clandestinos

Al final, lo que él le vino a agregar fue ese algo de dulzura, de sueño, de fantasía que le faltaba. Vino agregarle eso, se supone, porque era algo que le faltaba. Y esa era una ausencia siempre presente, que siempre era compensada de alguna forma: con el sueño de él, en canciones, en libros, en películas, en historias reales e imaginarias, en sus escritos. 
Allí, en una hoja de papel, era en donde ella se encontraba con aquel que de ella todo sabía, de quien ella nada podía ocultar, que la dominaba, la llenaba y la dejaba vacía: su alma, el amago de su ser. Allí, en el papel, era ella y su alma-amante, su cara mitad, su alma gemela, la otra mitad de su naranja. Allí ella se completaba, con el cuaderno, con sus escritos. Allí, en un espacio que era público, y a la vez muy privado, en donde ella lo decía todo, pero no daba muchas explicaciones. “Doy mucho pero comparto muy poco”, ella le había dicho a alguien alguna vez, se acordó. Y ahora ella se daba cuenta de que hacía lo mismo. “Que aprecien a lo que escribo por el arte en si mismo, que terminen de decir lo que no está dicho, que completen las lagunas y vivan con ese imagen que, por alguna razón que yo no conozco, les llegará de mí”.
Y seguía, dandole, a su manera, un sentido a todo. Así ella disfrutaba de su soledad, ansiaba por ella cuando le costaba tenerla. Ansiaba por esos encuentros clandestinos, por esas charlas, a veces amigables, a veces intensas, a veces dolorosas. Ansiaba por ser tocada y tocar con la punta de los dedos, con el corazón, como solo ese amado amante le tocaba. Ansiaba por aquel placer y aquel dolor que solo un buceo en su propia alma le podía ofrecer. Allí, ella disfrutaba de quien era y también de quien le gustaría ser. Allí ella extrañaba, vivía historias imposibles, hablaba de historias posibles, analizaba. Iba de lo concreto a lo imaginario, iba de lo torpe a lo importante. Allí ella se perdía y se encontraba, se anclaba, se mantenía fiel a su esencia en un mundo tan material y capitalista, se perdía de lo externo para encontrarse en lo interno, siempre en compañía y bajo la mirada de ese fiel amante. 
Al escribir, se peleaba, deseaba, no deseaba, se enamoraba, era racional y emoción pura. Era buena y mala, pero era ella. Se vestía de disfraces apenas para mostrarse muy desnuda, porque había algo en ella que no le dejaba mentir, que exigía que allí, en ese espacio, en aquellos encuentros, el dolor o la felicidad fueran dichas en toda su intensidad, aún que con vueltas que solo los lectores más atentos pudieran entender. 
Y siempre que su rutina le dominaba su amante le abandonaba. En un primer momento ella, quizás, no se daba cuenta. Pero no por mucho tiempo: pronto le empezaba a extrañar, y le empezaba a llamar en sus parcos momentos de soledad, susurrando. “¿Donde estás, por donde andás, para donde te fuiste?”. Podía no estar feliz, podía estar felicísima, podía estar enojada, pero tenia que ser siempre en su compañía.
Y de golpe él aparecía, susurrandole al oído. Y ella se recogía, se iba, abandonaba todo por aquel encuentro tan ansiado. Se iba con sus pensamientos, sentimientos, sonrisas, lagrimas, con lo que hubiera, con tal de que fuera real. Se iba, intensa, se iba. Y empezaba a escribir. Mientras escribía, le tocaba dulcemente, a veces duramente, con la punta de los dedos, le recogía, le iba descubriendo, le iba leyendo, le iba dibujando, con los ojos cerrados y el corazón en el comando. Y todo lo que daba, recibía, de igual manera, en igual intensidad, como pocas veces suceden en la vida real. A cada encuentro, se enojaba y también se enamoraba: como amantes. Allí todo era permitido, incluso la mentira, desde que estuviera contando alguna verdad. En la soledad de algún rincón de su casa se refugiaba para tener estos encuentros prohibidos. Se escondía para revelarse. Y escribía.
“Todo poeta necesita algo de dolor, sino la poesía no acontece”, había escuchado en algún lugar. Y pensó que, a lo mejor, sus historias, sus poemas solo existían porque había ese algo en su corazón que no se llenaba. Entendió que al fin, debería de ser grata porque había dolor, había ausencia, había vacío, había saudade, en medio a tantas cosas lindas, en medio a tanta vida, a tanta felicidad. Y eso también era parte de ella, siempre lo sería. Y en el día que no lo fuera, ella ya no sería tan ella misma, como le gustaba ser. Y eso no valía la pena.
“Ayer te leí...”
...
“¿Hace cuanto alguien no me lee?”
Al fin, ella siempre lo extrañaría a él, quizás no por él mismo, sino por esa brisa que su existencia en su imaginario le soplaba en algunos momentos, porque ocuparse de él le ponía en contacto con ese amante tan amado y deseado, que a veces se le escapaba. Claramente, a él no le gustaba la dureza de la vida. Entonces, cuando todo se quedaba muy duro, puro y concreto, se le iba. Y sin él, sin ese toque de intensidad y conflicto, sin las contradicciones, sin eses encuentros para aclarar lo inaclarable, ella no podía vivir.
Sin eses encuentros clandestinos, sin magia y fantasía, ella no podía vivir...

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